Sombras de Weinstein

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La Semana Grande de Bilbao ha suprimido de su cartel el concierto de C. Tangana porque sus canciones son “machistas” y “degradantes”. El Ayuntamiento de la capital vizcaína cayó en la cuenta del error tras ser espoleado por un aluvión de firmas de ciudadanos indignados. Por lo visto, el rapero gasta un léxico poblado de chulos, zorras y palmadas en el culo y su principal mérito consiste en colar el sustantivo “puta” entre dos de cada tres predicados. El Consistorio bilbaíno lo ha reemplazado por otro artista de moda, un intérprete de reguetón que nos hace creer que el amor es lo más parecido al éxtasis o a una posesión satánica embadurnada de almíbar. En general, para la música ninguna relación es indolora ni pacífica, pero de los reproches de diván de Pimpinela a las riñas de callejón de los nuevos poetas de ritmo urbano media todo un océano. Su tono es cada vez más simple, hipersexual, con frecuencia soez e incluso vejatorio.

Los tiempos aconsejan callar la boca de impertinencias, medir el verbo, dejar para la intimidad cualquier fantasía macabra. “Hace un par de décadas todavía se podía hacer un poco de ficción”, se queja Carlos Tarque, vocalista de M-Clan. Era la época en que las listas de éxitos incluían temas como “Sufre, mamón” de Hombres G o “La mataré” de Loquillo, y Los Ronaldos amenazaban con “besarte, desnudarte, pegarte y luego violarte hasta que digas sí, sí, sí”, aunque entonces a la mayoría todo eso le parecía una animalada blanca, un mal decir, unos versos sueltos de puro desahogo producidos por el rock, el alcohol o las drogas en un mundo más o menos cabal. Y sin embargo era el mismo mundo que degeneró rápidamente en la sombra gracias a personajes como el rutilante financiero Jeffrey Epstein y su trama de prostitución de niñas, o como la retahíla de empresarios, artistas o políticos exitosos e influyentes que explotaron su posición al estilo Weinstein para extorsionar sexualmente mientras de cara al público relucían de poderío y rectitud moral. La ficción televisiva nos revela en “La voz más alta” la figura repugnante del magnate de la comunicación Roger Ailes, que levantó el imperio de Fox al tiempo que reducía a cenizas con una fiereza implacable y sin piedad la integridad emocional de las mujeres que le rodeaban.

Durante muchos años la imagen de vulnerabilidad silenciosa que el sexismo imprimió a la mujer se reflejó sin complejos en el cine, tanto en las películas de destape como en los sainetes cinematográficos que pretendían comicidad a costa de los tópicos característicos de una España carca y en los que Paco Martínez Soria o José Luis López Vázquez interpretaban al típico paleto maduro ávido de usar las piernas de las actrices como reposabrazos a la mínima ocasión. Eso pasaba el tamiz de una censura que temía más al que pensaba por si mismo que a quien pegaba a su pareja. Hasta los griegos, hace milenios, hicieron que sus dioses exhibieran un apetito depredador como principal rasgo humano, y al mayor de los cazadores sexuales lo sentaron a presidir su Olimpo.

Hoy siguen cayendo mitos por revelarse que tienen la mano tan suelta como grande el ego, y que, como mínimo, son tan babosos como el que más. Lo acaba de descubrir Plácido Domingo tras desvelarse que las mujeres eran disuadidas de quedarse a solas con él, ni siquiera en un ascensor, ya que según parece, se le iba la mano con relativa facilidad. Nueve de ellas lo han descrito como un acosador incansable e insaciable siempre dispuesto a deslizar un beso hasta la comisura de los labios sin exigencias del guión. El propio tenor admite que “los baremos por los que hoy nos medimos son muy distintos de cómo eran en el pasado”. En efecto, algunas cosas han cambiado y muchas otras han de hacerlo. Pero para que eso suceda, y porque no nos hemos librado de la violencia de género, no debemos tolerar que penetre en nuestra expresión cultural, ni en nuestros referentes, que también son los artísticos, ni en nuestros medios de comunicación. No se trata de censurar sino de ser más exigentes, para arrancar la raíz de un hábito social que durante siglos ha normalizado actitudes tácitas que son acoso y que no trascendían porque quienes las ejercían y las ejercen lo han hecho desde el destello de la fama y con la impunidad que ese brillo les confería a ojos de los demás. Como dioses intocables, aunque ya sabemos cómo se las gastaba Zeus.

(Artículo publicado en Diario de Mallorca el 15-8-2019)