Villa Miseria

Algo de lo que sucede últimamente demuestra que la acción judicial no resuelve, por si sola, un conflicto social, ni en el caso de que detrás de ese imperativo legal esté una voluntad política. Naturalmente me refiero a la orden de desalojo de Son Banya, ahora postergada pero en cualquier caso inexorable, aunque quizás usted haya pensado en algún otro ejemplo de la actualidad. Para quienes no hemos nacido ni crecido en Palma, la mala fama precedía a ese lugar inhóspito en forma de leyendas atroces que poco menos hacían pensar que quien entraba allí no salía con vida.

Salvo para obtener droga, no creo que mucha gente se haya interesado por penetrar aquella tierra de nadie. Enclaves como ese son como las “villas miseria” que ciudades incluso mucho más grandes que la nuestra escupieron en su día para perder de vista una parte de la población que no encajaba en el frenético devenir del progreso y que empezó a estar de más con la escalada de intervenciones urbanísticas y terminó hacinada fuera de sus límites. No puedo ocultar cierta fascinación por el hecho de que un poblado destartalado, sin agua corriente y niños correteando entre la basura, un entorno de miseria y soledad en el que ni siquiera es posible empadronarse, haya perdurado más de cuarenta años como un reducto indomable y ajeno a una ciudad con alma de muchos pueblos, que le dio la espalda definitivamente.

El triste mito de Son Banya es la historia de un destierro. Se inauguró para albergar a las familias que malvivían en núcleos de barracas cerca del Molinar. Lo que se trazó como un plan provisional, según recogen algunas crónicas, terminó siendo un fracaso estrepitoso y condenó a sus inquilinos, gitanos pobres, y a sus descendientes a subsistir en los límites de la marginalidad. Es decir, se barrió el problema extramuros para que no estorbara la imparable conquista de la prosperidad y terminó cubierto por una enorme alfombra de ignonimia, bajo la cual las generaciones sucesivas de esos primeros pobladores nacen, viven y mueren sin poder desprenderse del estigma y con una visión del mundo absolutamente delimitada y carente de alternativas.

Fue, en definitiva, un despropósito, como lo demuestra el hecho de que hoy en muchas partes del mundo los proyectos para erradicar el chabolismo tratan de desmantelar los suburbios que en su día consintieron las propias administraciones. El fenómeno es común a todas las grandes ciudades; en Madrid, Barcelona, Valencia existen estos confines malditos, como abscesos que supuran todavía las fiebres del desarrollismo de los 70 y el largo olvido de los años posteriores, y que acaban por convertirse en focos de delincuencia organizada.

Ahora el Ayuntamiento de Palma retoma los diversos intentos que desde hace más de una década se han llevado a cabo para desmantelar para siempre el poblado del antiguo Son Riera. Los desalojos de las últimas legislaturas y la lucha contra el tráfico de drogas han sido el eje principal de esas actuaciones, y parece lógico que se apueste por facilitar, a quienes desean abandonar esas chabolas y no tienen a dónde ir, una alternativa de vivienda y medios económicos para hacerlo. Es un buen comienzo. Sin embargo, un realojamiento no siempre garantiza la integración sino que puede encubrir una nueva segregación y la creación de guetos más o menos diluidos en el espacio físico de los barrios. Ha sucedido, por ejemplo, con el chabolismo vertical, que es otro concepto de infravivienda, pero integrada en el cinturón urbano.

Recuperar para la ciudad una población que fue expulsada mucho tiempo atrás, o que ni siquiera ha tenido experiencia de ella, y devolverla a un entorno que ha sido objeto de grandes transformaciones urbanísticas y vecinales -el propio Molinar es un ejemplo, pero también Es Jonquet o el casco antiguo- requiere medios, y tiempo y diálogo. En primer lugar, existe un fuerte vínculo social y jerárquico entre todas estas personas que debe tenerse en cuenta en el momento de decidir su dispersión. Por otro lado sería positivo que el Ayuntamiento tome sus decisiones como facilitador de la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía y no desde una perspectiva de beneficencia. Por eso conviene que concrete cuanto antes qué programas de inserción laboral y social puede impulsar, cómo se trabajará, por ejemplo, la alfabetización o qué recursos puede ofrecer para hacer efectiva en todo lo que sea posible su integración y autonomía.

También hay que prestar atención a la percepción de este colectivo, en general, en el conjunto de la sociedad. En 2012 se aprobó en España la Estrategia nacional para la inclusión de la población gitana; un análisis concluía el año pasado que aún hoy deben intensificarse los esfuerzos contra la discriminación, un fenómeno que, por desgracia, no ha sido superado. Junto a la anterior, las áreas de educación, empleo y vivienda son las de menor avance.

No somos responsables de las decisiones erróneas de quienes estuvieron antes que nosotros. Pero si no se tienen en cuenta criterios como estos, la iniciativa corre el riesgo de convertirse en otro experimento frustrado, un nuevo palo de ciego para perpetuar la falta de previsión y de realismo con que tantísimas veces en el pasado se han pretendido extirpar del árbol genealógico de la ciudad los trazos que describen su pasado humilde.

(Artículo publicado en Diario de Mallorca el 28-9-2018)

No habrá hombres sin mujeres

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Soy madre de un varón. Di a luz con dolor y sin anestesia, no porque yo no la quisiera sino porque él se empeñó en venir antes de hora y con prisas y no llegué a tiempo para la epidural, por mucho que se la suplicaba incluso al celador. Fue un parto inusualmente rápido en una primeriza. Al segundo después de que naciera me enamoré hasta el tuétano de ese cuerpecillo congestionado, de sus pies en miniatura agitándose en su primer sollozo. Después aprendí a amamantar y a cambiar pañales esquivando pataletas y pipís furtivos, descubrí el colecho a fuerza de dormir lo justo entre tomas y me acostumbre a levantarme con la ojera tatuada en la cara. Más tarde vendría todo lo demás, porque cuando hace siglos jugábamos con las muñecas nadie nos explicó la letra pequeña.

Como todas las madres medianamente coherentes -hayan sido talibanas de la teta o adoratrices del biberón, de la cuerda de Carlos González o del método Estivill-, he pasado mi puñado de noches en vela por unas fiebres infantiles, he terciado en el parque para que nadie terminara comiéndose más arena de la imprescindible y he tratado de contener alguna una rabieta más terrible que una ciclogénesis explosiva. Me sé de memoria el documental de los pingüinos de La 2, fui infiel a los Rolling con los Cantajuegos, siempre llevo unas galletas en el bolso y durante un par de años me resigné a que mis piernas desaparecieran del mapa ocultas detrás de un carrito de bebé -¡lo que se perdió el mundo!-. Soporté como pude los consejos cruzados que cada principiante recibe, lo pida o no, como un anexo a la ceremonia de confusión; traté de fiarme mucho de mi intuición, como hacen el resto de los animales. Al principio leí un montón. Extraje mis propias conclusiones. Y a medida que el tiempo fue pasando, me dí cuenta de que la maternidad es como un continuo borrón y cuenta, un reenganche sin fin, solo que a la improvisación se une mucho ruido exterior y entendí que eso jamás hay que perderlo de vista.

Yo nunca preferí tener una niña. Era de las que decían aquello de “lo que sea, con tal de que venga bien”. Años intentándolo, tampoco era cuestión de andarse con exigencias. Cuando regresamos a casa del hospital, dejé unos minutos al niño con su padre, me encerré en la habitación a solas y me puse a llorar de terror. Creo que ya nunca más he pensado que no sería capaz de hacerlo. Y quisiera creer que nunca lo pensaré. Sin embargo, cada vez que un hombre agrede, de palabra o de obra, a una mujer me pregunto en qué momento ese hombre dejó de considerar a todas las mujeres del mundo como parte de la materia de la que él mismo está hecho, hasta el punto de odiarlas, de querer romperlas a pedazos para que no vuelvan a ser felices o simplemente ya no sean nada.

No es cierto que deseemos para nuestros hijos todo cuanto ellos mismos elijan. Secretamente, o no tanto, proyectamos un plan. Lo que pasa es que no tiene por qué cumplirse, claro está. Pero a poco que tengamos dos dedos de frente, nuestra mayor frustración sería no conseguir inculcarles tres o cuatro cosas que les protejan de convertirse en seres mezquinos. A nadie le gusta engendrar monstruos. Rafael Bisquerra, que es uno de los pioneros de la educación emocional, me decía hace unos días que a los niños hay que modelarlos. Eso, que suena a opresión en una sociedad tan progre como la nuestra, no tiene que ver con reprimir nuestras emociones, sino con abrazarlas, que es muy distinto. No aprender que somos seres emocionales, a la vez que racionales, y diversos y únicos, está en la raiz de muchas violencias, desde las más visibles hasta las más silenciosas.

Somos muchas, y cada vez seremos más, las que hemos comprendido que esta es nuestra oportunidad de terminar de una vez por todas con algunos vicios que se resisten a leyes paritarias, medidas de protección o políticas de igualdad. Todo eso es estupendo, pero la raiz del cambio proviene de esa transformación de la mentalidad que a muchas generaciones de niñas nos fue inoculada mientras jugábamos a las casitas o nos turnábamos en las tareas del hogar que nunca les caían en suerte a nuestros hermanos. De ahí no nace por fuerza un maltratador, afortunadamente, pero sí se abona el campo para que sin darnos cuenta nosotras no podamos ser ya no lo mismo que un hombre sino aquello que nos dé la real gana. Por eso es tan revolucionario que tantas cosas se estén diciendo ahora en voz alta, para callarles la boca a quienes siguen diciéndole al chaval que transigir no es cosa de machotes, menudo calzonazos, a ver si aprendes a hacerte respetar, campeón.

Cada vez que leo o escucho que fulanito ha matado a su ex por celos, por ira o porque le venía en gana, me quedo pensando un momento en su madre, a la que se le torció en algún momento ese mismo crío de sus entrañas. Ni se me pasa por la cabeza culparla, faltaría más, pero no puedo dejar de pensar que quizás siente que pudo haber hecho algo por aislarlo de ese tipo de mensajes, por evitar que al muchacho le anidara en las vísceras esa maldita inquina hacia las del otro género. Quiero creer que estas cosas no suceden sin aviso previo, solo que a lo mejor no las miramos de frente. Por eso, y porque soy mujer que trata de educar a un hombre, me comprometo a ofrecerle el mejor regalo después de la vida, que es la integridad. Y por eso, desde pequeñito, le  cuento que nadie es dueño de nadie, ni siquiera yo de él, que no es más fuerte quien más grita sino quien sabe pedir disculpas y que tener agallas es observar las razones del otro sin miedo a perder las de uno mismo; que aquel malestar que en ocasiones nos desborda por dentro cuando algo no sale como querríamos se llama enojo, nos pasa a todos alguna vez y no se cura maltratando a otra persona, sino aceptándolo como una parte menos amable de nosotros que llega de visita, nos atraviesa y, si lo permitimos, se va.

Soy madre de un varón y reviso cada día un poco lo que digo o hago con él. Porque si a pesar de todo mañana decide no tener todo eso en cuenta ya será su decisión de adulto y entonces no podré hacerme responsable. Pero, por ahora, tengo la maravillosa oportunidad de normalizar la empatía en su vida y no la dejaré pasar. Me consta que somos muchas las que pensamos así. Sin embargo esta revolución no es solo de las mujeres. Queridos señores, en esto estamos todos metidos hasta el cuello, no se nos vayan a quedar solos.

(Escribí este artículo para la edición de Diario de Mallorca del 4-1-2018)