Un nuevo despertar

la virgen _ KlimtLa ONU ha escogido para el Día Internacional de la Mujer el lema “Ahora es el momento”, para visibilizar el activismo femenino que en distintas partes del planeta (en la India, África o Latinoamérica, pero también en los guetos de las ciudades europeas y en los países destrozados por la guerra, los éxodos o los fanatismos religiosos) construye un futuro para muchas mujeres y niñas que estaban condenadas a ser analfabetas y pobres y a vivir esclavizadas para siempre. Yo, que nunca me atreví a ser, por ejemplo, astronauta, siempre tendré la certeza de que, de haberlo escogido, como mucho habría recibido una ligera mueca de susto de mis padres por toda resistencia. Fui afortunada. Y todas, ellas y nosotras, habitamos esta misma Torre de Babel de las emociones que es el mundo y que a veces se pone de acuerdo en algunas cosas, aunque a unas se les impida acertar y a otras casi se nos prohiba equivocarnos.

En todos los momentos de la Historia ha habido hechos protagonizados por mujeres que cambiaron el curso de los acontecimientos, penetraron en los genes de la sociedad y la transformaron para siempre, de modo que a las que hemos llegado mucho después esas conquistas nos parecen ahora tan naturales como respirar. Sería impensable que nosotras no pudiéramos votar -aunque anteayer, como quien dice, en países como el nuestro no era aún posible, y en otros apenas lo empieza a ser-. Quizás a usted y a mí no nos cabe en la cabeza que alguien decida en nuestro lugar cómo vestimos, qué decimos y a quién tenemos que besar. Y sin embargo esa es la cruda dictadura de la realidad para muchísimas de las nuestras.

Las mujeres hemos reivindicado durante siglos libertades que al fin fueron reconocidas en cartas internacionales bajo un epígrafe de “derechos humanos” tan abstracto que en algunos casos parece que hayamos sido excluidas de su definición. Hoy esos compromisos se infringen con bastante impunidad o bien las sanciones llegan tan tarde que los estragos ya se han extendido a varias generaciones. Hemos protagonizado huelgas de género desde los tiempos de Lisístrata para obligar a una parte de la sociedad a mirar hacia este colectivo en permanente “batalla cuesta arriba” por la igualdad, la justicia y la dignidad. El entrecomillado es de la OCDE, que en octubre publicó un informe donde alerta de que este progreso va demasiado lento. Estamos tardando en borrar la huella de la violencia machista, en eliminar la discriminación salarial y en conseguir que nuestras parejas asuman su parte de la organización doméstica y familiar. Con nuestros másteres y doctorados y aún siendo excelentes científicas, ingenieras o comunicadoras, siempre queda por encima de nuestras cabezas ese techo frágil que nunca llega a romperse y que nos separa de la toma de decisiones.

Y estos son solo algunos motivos que explican por qué el liderazgo del activismo femenino está abandonando los despachos, las cátedras y la tribuna política, para instalarse en la calle, en todos y cada uno de los ámbitos de nuestra rutina diaria. Nos hemos hartado de esperar el cambio definitivo, así que salimos a buscarlo. Las últimas campañas para denunciar el acoso sexual o la discriminación económica, laboral o social por razón de género tienen eso en común; surgen de un movimiento heterogéneo y global, que está pidiendo a gritos una revolución que cambie a mejor las expectativas para todas. Hoy ya no nos pronunciamos por una única causa. Movimientos como el de las sufragistas del siglo pasado o las feministas surgidas al calor de la Revolución Francesa o las veinte mil obreras que se sublevaron en las fábricas de camisas de Nueva York en 1909 seguirán siendo un referente, pero esta ola que lo inunda todo reclama un nuevo orden de cosas para que, ahora sí, nuestras prioridades dejen sistemáticamente de ser ignoradas.

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie dice que el problema del género “es que prescribe cómo tenemos que ser, en vez de reconocer cómo somos realmente”, y luego la socialización “exagera las diferencias”. En “Todos deberíamos ser feministas” analiza cómo y por qué podemos y debemos cambiar y lo primero que concluye es que no lo haremos mientras creamos que para alcanzar determinadas metas debemos actuar como lo haría un hombre. Por otra parte, todavía se prepara a muchas niñas para que cuando sean adultas aprendan a fingir que no ambicionan, ni triunfan ni lo pretenden, no fueran a intimidar con esas actitudes a sus compañeros. ¿Por qué nuestros éxitos siguen siendo una amenaza para muchos de ellos? ¿Por qué algunos tienden a interpretar nuestras opiniones, decisiones o emociones como una tentativa de desprecio hacia el otro sexo? ¿Por qué tantas veces la supervivencia de una mujer depende de que pase desapercibida e incluso ni eso basta?

Aprendo tanto de algunos hombres como de muchas mujeres y me gustaría que siguiera siendo así. Pero en este momento me parece muy necesaria esa nueva militancia feminista que reclama visibilidad y protagonismo para nosotras, porque ya no queremos tener que renunciar a una carrera profesional cuando somos madres, ni llevar nuestros cuerpos y mentes al punto de la extenuación para facilitarles a otros sus metas, ni sufrir miedo a ser atacadas o coaccionadas, ni llorar en silencio los abusos, ni sentir constantemente que no nos quieren sabias ni libres. Y deseamos que el día de mañana nuestras hijas y nuestras nietas disfruten de estas conquistas como el aire que se respira. Somos varios miles de millones, somos diversas, seres excepcionales con sus claroscuros y estoy segura de que muchas confiamos en que también ellos apoyarán sin miedo este maravilloso despertar.

(Artículo publicado en Diario de Mallorca el 8.3.2018)

No habrá hombres sin mujeres

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Soy madre de un varón. Di a luz con dolor y sin anestesia, no porque yo no la quisiera sino porque él se empeñó en venir antes de hora y con prisas y no llegué a tiempo para la epidural, por mucho que se la suplicaba incluso al celador. Fue un parto inusualmente rápido en una primeriza. Al segundo después de que naciera me enamoré hasta el tuétano de ese cuerpecillo congestionado, de sus pies en miniatura agitándose en su primer sollozo. Después aprendí a amamantar y a cambiar pañales esquivando pataletas y pipís furtivos, descubrí el colecho a fuerza de dormir lo justo entre tomas y me acostumbre a levantarme con la ojera tatuada en la cara. Más tarde vendría todo lo demás, porque cuando hace siglos jugábamos con las muñecas nadie nos explicó la letra pequeña.

Como todas las madres medianamente coherentes -hayan sido talibanas de la teta o adoratrices del biberón, de la cuerda de Carlos González o del método Estivill-, he pasado mi puñado de noches en vela por unas fiebres infantiles, he terciado en el parque para que nadie terminara comiéndose más arena de la imprescindible y he tratado de contener alguna una rabieta más terrible que una ciclogénesis explosiva. Me sé de memoria el documental de los pingüinos de La 2, fui infiel a los Rolling con los Cantajuegos, siempre llevo unas galletas en el bolso y durante un par de años me resigné a que mis piernas desaparecieran del mapa ocultas detrás de un carrito de bebé -¡lo que se perdió el mundo!-. Soporté como pude los consejos cruzados que cada principiante recibe, lo pida o no, como un anexo a la ceremonia de confusión; traté de fiarme mucho de mi intuición, como hacen el resto de los animales. Al principio leí un montón. Extraje mis propias conclusiones. Y a medida que el tiempo fue pasando, me dí cuenta de que la maternidad es como un continuo borrón y cuenta, un reenganche sin fin, solo que a la improvisación se une mucho ruido exterior y entendí que eso jamás hay que perderlo de vista.

Yo nunca preferí tener una niña. Era de las que decían aquello de “lo que sea, con tal de que venga bien”. Años intentándolo, tampoco era cuestión de andarse con exigencias. Cuando regresamos a casa del hospital, dejé unos minutos al niño con su padre, me encerré en la habitación a solas y me puse a llorar de terror. Creo que ya nunca más he pensado que no sería capaz de hacerlo. Y quisiera creer que nunca lo pensaré. Sin embargo, cada vez que un hombre agrede, de palabra o de obra, a una mujer me pregunto en qué momento ese hombre dejó de considerar a todas las mujeres del mundo como parte de la materia de la que él mismo está hecho, hasta el punto de odiarlas, de querer romperlas a pedazos para que no vuelvan a ser felices o simplemente ya no sean nada.

No es cierto que deseemos para nuestros hijos todo cuanto ellos mismos elijan. Secretamente, o no tanto, proyectamos un plan. Lo que pasa es que no tiene por qué cumplirse, claro está. Pero a poco que tengamos dos dedos de frente, nuestra mayor frustración sería no conseguir inculcarles tres o cuatro cosas que les protejan de convertirse en seres mezquinos. A nadie le gusta engendrar monstruos. Rafael Bisquerra, que es uno de los pioneros de la educación emocional, me decía hace unos días que a los niños hay que modelarlos. Eso, que suena a opresión en una sociedad tan progre como la nuestra, no tiene que ver con reprimir nuestras emociones, sino con abrazarlas, que es muy distinto. No aprender que somos seres emocionales, a la vez que racionales, y diversos y únicos, está en la raiz de muchas violencias, desde las más visibles hasta las más silenciosas.

Somos muchas, y cada vez seremos más, las que hemos comprendido que esta es nuestra oportunidad de terminar de una vez por todas con algunos vicios que se resisten a leyes paritarias, medidas de protección o políticas de igualdad. Todo eso es estupendo, pero la raiz del cambio proviene de esa transformación de la mentalidad que a muchas generaciones de niñas nos fue inoculada mientras jugábamos a las casitas o nos turnábamos en las tareas del hogar que nunca les caían en suerte a nuestros hermanos. De ahí no nace por fuerza un maltratador, afortunadamente, pero sí se abona el campo para que sin darnos cuenta nosotras no podamos ser ya no lo mismo que un hombre sino aquello que nos dé la real gana. Por eso es tan revolucionario que tantas cosas se estén diciendo ahora en voz alta, para callarles la boca a quienes siguen diciéndole al chaval que transigir no es cosa de machotes, menudo calzonazos, a ver si aprendes a hacerte respetar, campeón.

Cada vez que leo o escucho que fulanito ha matado a su ex por celos, por ira o porque le venía en gana, me quedo pensando un momento en su madre, a la que se le torció en algún momento ese mismo crío de sus entrañas. Ni se me pasa por la cabeza culparla, faltaría más, pero no puedo dejar de pensar que quizás siente que pudo haber hecho algo por aislarlo de ese tipo de mensajes, por evitar que al muchacho le anidara en las vísceras esa maldita inquina hacia las del otro género. Quiero creer que estas cosas no suceden sin aviso previo, solo que a lo mejor no las miramos de frente. Por eso, y porque soy mujer que trata de educar a un hombre, me comprometo a ofrecerle el mejor regalo después de la vida, que es la integridad. Y por eso, desde pequeñito, le  cuento que nadie es dueño de nadie, ni siquiera yo de él, que no es más fuerte quien más grita sino quien sabe pedir disculpas y que tener agallas es observar las razones del otro sin miedo a perder las de uno mismo; que aquel malestar que en ocasiones nos desborda por dentro cuando algo no sale como querríamos se llama enojo, nos pasa a todos alguna vez y no se cura maltratando a otra persona, sino aceptándolo como una parte menos amable de nosotros que llega de visita, nos atraviesa y, si lo permitimos, se va.

Soy madre de un varón y reviso cada día un poco lo que digo o hago con él. Porque si a pesar de todo mañana decide no tener todo eso en cuenta ya será su decisión de adulto y entonces no podré hacerme responsable. Pero, por ahora, tengo la maravillosa oportunidad de normalizar la empatía en su vida y no la dejaré pasar. Me consta que somos muchas las que pensamos así. Sin embargo esta revolución no es solo de las mujeres. Queridos señores, en esto estamos todos metidos hasta el cuello, no se nos vayan a quedar solos.

(Escribí este artículo para la edición de Diario de Mallorca del 4-1-2018)

Mujeres sin tribu

tribu-e1515519348991.jpgNuestras raíces son el tiempo que pasó antes que nosotros. Las personas y los paisajes podrían haber sido otros, pero es aquello que ya ha sido vivido lo que por rachas nos atrae hacia si, incluso aunque no seamos del todo conscientes. La maternidad, por ejemplo, es un modo frecuente de volver a unos orígenes. Regresa la que fue hija, convertida ahora en madre, y en ocasiones sucede que llega a comprender razones que nunca se le habrían pasado por la cabeza. Se llama empatía.

Es curioso que una sociedad que aspira a superar la discriminación de género -y no la diferencia, que existe, no nos engañemos- viva tan de espaldas al matriarcado. A diario hay argumentos que corroboran que, efectivamente, esto último es así; por ejemplo, ahora las chicas anhelan en tropel parecerse a Amancio Ortega, el cofundador de Inditex, mientras que para ellos no existe ninguna figura femenina a imitar, según se desprende de esa encuesta reciente que ya habrá leído, retuiteado o sancionado en alguna parte con un “like”.

Para situarnos realmente en igualdad de oportunidades -y eso sirve para cualquier otro colectivo en una tesitura similar- sería útil practicar un corporativismo limpio; el éxito de una sola pionera sirve para quebrantar un poco más el techo de cristal de todas las demás. Hay que consentir y promover que la mujer sea aliada para las de su mismo género, y no solo cuando se halla en situaciones de vulnerabilidad, en las que es relativamente fácil que despierte la conciencia solidaria del resto de la gente. Compasiones por el débil al margen, demasiado a menudo somos nuestras antagonistas más implacables, las que más rivalizan entre si, y no nos damos cuenta de que hay espacio suficiente, si sabemos ocuparlo y sin necesidad de asumir todos o ninguno de los atributos específicos de un hombre.

Recientemente se han abierto debates insólitos en torno a aspectos que nuestras abuelas consideraban absolutamente privados o, como mínimo, reservados a los círculos femeninos, como la polémica sobre las distintas maternidades, incluida la subrogada que, en mi opinión, tiene trecho por reflexionar y le viene grande por ahora a tanta inmadurez social. Respecto a la maternidad clásica, la de toda la vida, resulta que ha pasado a ser una decisión tan pública y colectiva que hay que protocolizarla, como se ha venido haciendo de puntillas con algunos de sus negociados, desde la crianza y la educación a la lactancia, las rutinas de sueño de los hijos o el tipo de inteligencia con el que etiquetamos a cada cuál. Y en ese encarnizado cuerpo a cuerpo entre lo políticamente correcto y el instinto humano, la partida no la ganan las personas ni los lugares, sino lo vivido que, en definitiva, es la mejor prueba documental de cómo hemos llegado hasta aquí. Pretender que ser madre no duele es falaz, porque su efecto transformador no acaba nunca, y algunas de sus etapas pueden resultar menos amables. Pero todo tiene un haz y un envés, como el trabajo, el amor, la amistad y el resto de las pasiones que elegimos o aceptamos con sus claroscuros a cuestas.

Hace unos días leí un artículo, Las madres que nos parieron, de la periodista Patricia Gosálvez, que me pareció una maravilla, entre otras cosas porque demuestra que cuando prescindimos del sistema de valores que en cada época ha marcado cómo deberíamos hacer las cosas de una manera aceptable para los demás, la intuición nos conecta naturalmente con otras generaciones anteriores, aunque haya transcurrido un siglo. La psicoanalista americana Clarissa Pinkola, autora de El jardinero fiel, novela que fue llevada al cine con éxito, dice en otro libro célebre, Mujeres que corren con los lobos, que “la naturaleza salvaje no exige que una mujer sea de un determinado color, tenga una determinada educación o pertenezca a una determinada clase económica”, sino que esta “se desarrolla con su propia manera de ser”. Y esta esencia se mantiene invariable con el paso del tiempo.

Otra terapeuta, Laura Gutman, sostiene que “hay muchas maneras posibles de vivir, de concebir, de parir y de criar. Tantas como personas en el mundo”. Y asegura que las madres jóvenes “esperan nutrirse de la comunidad de mujeres, hoy en día poco visibles en los lugares que solemos frecuentar”. El papel de este colectivo ha de ser, dice, el de “una presencia invisible, pero sostenedora y protectora”. Echo de menos esa red de sabiduría cuya fortaleza no consiste en transmitir cómo hacer lo correcto sino en crear el entorno de complicidad necesario para que también nosotras podamos correr en paz el riesgo de equivocarnos. Y no hablo solo de criar.

(Artículo publicado en Diario de Mallorca, el 10.8.2017)