Detrás de cada estrella

Una estrella, a veces, marca la diferencia. Como una lentejuela prendida en el pecho que impide a los demás fijar la vista en todo aquello que escapa a su destello. Aunque antes también estuviera allí, pero sin todo su brillo, sin oropel. Los trajes de luces deslumbran y el fulgor, cuando se apaga, somete a la figura que un día los habitó a seguir demostrando en la penumbra que era digna acreedora del mérito condecorado.

La historia ha sido una sucesión de ciclos en los que el saber se ha utilizado como arma del terror -en su defecto- o como instrumento para el avance social. Por eso desde las civilizaciones antiguas el acceso a la educación fue, para algunas culturas, privilegio de una casta determinada, del que se excluyó a extranjeros y esclavos. Hoy muchos sistemas educativos son universales, pero su control por parte del Estado tienta a quienes accionan esa maquinaria a dirigir la poderosa herramienta que es la escuela en beneficio de la doctrina propia; de ahí el ritmo enloquecido de cambios en las leyes educativas en nuestro país.

Para el común de los humanos el conocimiento genera otro tipo de poder, más asociado a la libertad, concepto temido con frecuencia porque se confunde con alguna clase de voluntad anárquica. Sin embargo la buena información -y la formación- destruyen miedos atávicos y diluyen la vacua complicidad que generan en sociedad determinadas consignas por el mero hecho de quien las profiere. Un ejemplo, a modo de pregunta; Internet, las redes sociales, ¿nos hacen más conocedores de la realidad o, por el contrario, nos impiden, cada vez más, sostener esa charla a solas con nuestra mente para averiguar qué es lo que realmente opinamos? Y otra; ¿sabemos en verdad cuáles son nuestros puntos de vista o asumimos como propios los de la mayoría? Puede que la respuesta esté, paradojas de la vida, en la sobreexposición a tanta información. Solo la foto de lentejuela resiste el cedazo. La otra pasa inadvertida y, en consecuencia, no llega a elaborar nuestras razones.

 

Escuela rural. Albert Anker

 

Por esos motivos, y algunos cientos más, la formación de una intención crítica resulta tan crucial en el sistema educativo. Los maestros lo saben. El filósofo Emilio Lledó, reciente Premio Nacional de las Letras, decía en una ocasión que «lo que crea riqueza en un pueblo no es la economía sino lo que hay en el cerebro y en las instituciones que lo cultivan». Dejando a un lado el hecho de que la semilla de esas instituciones puede no germinar del modo deseado, porque la objetividad entre quienes las gobiernan es un bien preciado pero escaso, la reflexión de Lledó corrobora que un país no es nada sin un sistema educativo en buen estado de salud. O como precisaba en la radio otro filósofo, Higinio Marín, «el educativo tiene que ser un oficio con reputación». Y buena, a ser posible, porque la mala ya se han encargado algunos de ponerla en el altavoz de los despropósitos.

La ignorancia atiza el miedo. Y ése ya se sabe que ha escrito demasiadas páginas de la Historia. Sin embargo, y pese a ese poder antidótico del conocimiento, incluso el paciente prefiere tomarlo en pequeñas dosis, mientras el veneno de lo banal, insulso y ridículo se va apoderando de la médula de una sociedad que cree a pies juntillas cualquier ocurrencia de 140 caracteres y la eleva a categoría de moda, corriente, imperativo o creencia. Se crea tendencia porque nos gusta suscribir el esfuerzo creativo de los demás en lugar de ejercitar el nuestro propio. Y así se dilucida de qué debemos hablar él, usted o yo si se trata de que parezca que los tres estamos al corriente de lo que pasa. Lo contrario es un riesgo muy poco calculado.

Esa parece la verdadera ‘burbuja del saber’. Aunque hay otras. En el campo científico «hubo mucho dinero, no todo bien invertido». Así lo reconoce el vicepresidente del CSIC, José Ramón Urquijo, geógrafo, historiador, investigador. La mayor institución de ciencia de España nació hace 75 años con la voluntad de superar los vaivenes de la política. Fue un planteamiento profundamente moderno con vocación internacional, porque tenía como objetivo enlazar con la ciencia y la cultura europeas. Esa era, en realidad, la filosofía de un órgano predecesor, creado a principios del XIX, en un país nutrido de pensadores de diversa índole ideológica que quisieron poner fin a su aislamiento y vender marca Spain en Europa.

En los últimos años, la ciencia también se convirtió en pretexto para especular con el ladrillo. En herencia, hoy, algunos edificios de nueva planta aún vacíos, e instrumentales costosos con pocos visos de ser amortizados. Hay, sin embargo, afán de seguir patentando, ideando soluciones a los problemas principales de la sociedad, a sus enfermedades, a la conquista de un modo de vida más práctico y a ese conocimiento que se multiplica por si mismo y nos permite conocer mejor los procesos de todo cuanto existe en la naturaleza, para adaptarnos o predecirlos, e incluso modificarlos.

Y ese afán que gobierna los tubos de ensayo de un laboratorio es el mismo que activa los resortes del maestro -ese amor (o en su defecto, respeto) por aquellos a quienes enseña, que todo buen docente debe demostrar-. Lo que ocurre es que no hay serpentina ni confetti en las horas, días, semanas, meses y años que unos y otros invierten. Solo de repente, algunas veces, va el destino y les prende en el pecho esa estrella, como una condecoración contra el olvido.