Malos por naturaleza

(Hay ratos en la vida en los que no hay mucho que decir. O si lo hay, un@ no acierta a hilvanar las palabras en un discurso claro y coherente. Hay silencios impuestos y los hay que se escogen. En ambos es posible atender con más devoción la voz interior. Esa que, en el fondo, siempre acierta, aunque demasiadas veces no queramos, o no sepamos, darla por buena.)

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Los malos universales, esos que aparecen en forma de personajes de ficción con sus tópicos a cuestas, son socorridos, porque en cierta forma nos desproveen de nuestra propia capacidad para la crueldad. Nos convencemos de que, salvo excepciones y dictaduras, no es posible alcanzar semejantes cotas de perfidia, puesto que en ellos todo es explícito a nuestros ojos y se nos presentan con el embalaje de la maldad porque sí y punto.

Un alivio, claro está. El villano siempre es otro y no uno mismo, sobre todo si exponemos nuestras razones. En cuanto la lógica (más bien su argumento) aparece por la puerta, la diabólica pasión huye por la ventana. Por eso creemos que no podemos superar la vileza de un malvado de novela.

Aunque muchos de ellos, en realidad, tienen más diálogo en su guión del que cabría esperar.

Y entonces, cuando esos prototipos de judas dicen aquello de que «soy rebelde porque el mundo me hizo así», se diluye la frontera sutil con el bien. Por que, ¿existe el canalla puro? ¿el infame sin aristas?¿llegó alguien a lanzar la primera piedra?

¿Cuánto mal llegamos a ejercer, a sabiendas o sin querer? ¿Cuánta crueldad podemos soportar sin desintegrarnos? ¿Quién juzga eso y lo sitúa en la categoría exacta?

Lo intentaron hace unos días, en Formentor, decenas de escritores, editores, gente de letras. Hablar del pecado original en el lugar de la isla más parecido a un paraíso entraña un cierto reto. Será verdad aquello de que «una de las grandes astucias del mal es que adopta muchos disfraces, incluso el del bien», como dijo Basilio Baltasar (Fundación Santillana).

Cierto es que nos han enseñado a relacionar lo bello con la bondad, y lo feo con la maldad, pero, ¡ay de esas hermosuras perversas que salpican aquí y allá el camino!. Nada es lo que parece y, sentencia el escritor Ferrer Lerín, «la inmensa mayoría de las personas no son de fiar».

«Los malos son transgresores, la bondad nos parece cotidiana, pero tampoco hay tantos buenos», coincide, para nuestra desolación, Carme Riera. Lo que nos lleva a sospechar que hacer el bien no forma parte de la naturaleza humana sino que es pura y aburrida convención. Nos interesa tolerarnos. Hasta que deja de ser imprescindible. Y entonces, como dice Vicente Molina Foix, nos acostumbramos «a ver caer en la nada la vida de los otros». Por eso hemos adquirido la capacidad de soportar, hasta cierto punto, sin llegar a la náusea diaria, determinados dramas humanos, e incluso llegamos al punto de observarlos con la mirada perdida, sin verlos.

¿Será que, en el fondo, nos odiamos?

** (En este enlace puedes escuchar la conversación radiofónica con Ferrer Lerín, Carme Riera y Eduardo Lago sobre la maldad en la literatura, durante las Conversaciones Literarias de Formentor 2015, en el programa A vivir que son dos días Baleares: http://play.cadenaser.com/audio/000WB0619120150926193516/)

Alma

Alan Stivelman es un joven realizador argentino. Hace un par de años reunió algún dinero y se marchó a Los Andes con la intuición de que en aquél territorio inhóspito hallaría respuestas a dos centenares de preguntas que había ido anotando en su cuaderno. Alan se preguntaba por las razones de la vida y en aquél peregrinaje, de la mano de un monje del lugar, se vio inmerso en el embrión de su documental ‘Humano’, que recientemente presentó en Palma. Hurgar en las raíces hace más compleja la realidad, porque añade matices que obligan a reinterpretarla cuando ya pensábamos que lo sabíamos todo sobre nosotros. El pasado es como un mundo invisible que convive con el mundo visible.

Varias semanas atrás conversábamos con Javier Cercas. No le gusta que cataloguen sus novelas de ‘históricas’, quizás porque ese término parece evocarnos un anacronismo. Y para Cercas lo que sucede hoy, ahora, no se puede comprender sin la mirada del pasado, sin esas partículas que se han adherido al inconsciente o a la memoria y cuyo rastro es indeleble. El autor de Soldados de Salamina recela del aliento helado de la ‘tiranía del presente’, esa ley que impera actualmente en nuestras relaciones sociales, por obra y gracia de la tecnología, que hace perecedero un suceso prácticamente al momento de acontecer. Esa dictadura de lo inmediato coarta nuestra memoria histórica, la mediatiza y disipa lo andado, de modo que parecemos más impacientes y menos sabios.

 

Javier Cercas también opina que un escritor es todo lo contrario a un político. Este se ocupa (o debiera) de simplificar las cosas. Un literato complica la realidad. Muchos se preguntarán qué necesidad hay de una u otra estrategia, salvo que, en el último caso, nos dispensa momentos de placer en la lectura y nos evade de una realidad que a ratos nos parece más anodina que cierta. Por lo que respecta a la política, no atisbo en ella el arte de restar complejidad a la vida, aunque se admiten argumentos.

Nuestro ahora tiene remiendos del ayer. Por eso nos gusta leer acerca de las vidas de otros. Y nuestra propia vida, ¿merece ser contada? ¿Se puede elevar una existencia aparentemente rutinaria como tantas otras a la categoría de novela? Yo pienso que sí, por dos razones. En primer lugar, porque la rutina es aquello que sucede en el intervalo de dos acontecimientos extraordinarios, con lo que cada cual tiene en su haber su propio ramillete de proezas personales. Y después, también, porque la vida de los otros nos desvela que más allá de las metas personales poco más puede hacerse por trascender universalmente. Las historias de gentes que hemos admirado u odiado son catálogos de conquistas, fama, superación, incluso seducción, pero al apagarse las luces de la tramoya, cualquier personaje puede tener un día tan doméstico como el peor de los nuestros. Esos detalles, que no refleja una novela, se sobreentienden y, por tanto, deducimos que solo a partir de nuestras convicciones superamos el trauma de lo cotidiano.

En el documental, el ‘paqo’ andino que acompaña a Alan le revela que uno no es humano hasta que no halla su propio centro, el que le sitúa a una equidistancia entre lo material y lo espiritual. La negociación íntima entre cuerpo y alma ha sido asunto de reflexión filosófica; los órficos griegos consideraban que el cuerpo era la sepultura de la memoria y de la voluntad, y que estas únicamente se desarrollaban en otra vida excorpórea. Algunas religiones ahondan en este supuesto y frustran, así, las expectativas de realización personal en el más acá. Afortunadamente hay otras fes más terrenales que nos animan a creer que podemos ser humanos antes de que transcurra el plazo para dejar de serlo.